RELATO: La luna en la punta de los dedos

No sabía por qué, tampoco cómo, pero eran las 23:45h. de la noche y estaba en su puerta; dos timbrazos bastaron para que me abriera y pudiese meterme en su casa, empujándola, con una mano en el pecho, y cerrando la puerta a mis espaldas de una patada. No la dio tiempo a parpadear cuando,  colocando las manos a cada lado de su cara, descendiendo hacia el cuello, me apresuré a besarla. Quedamos a oscuras en el recibidor.

No muestra el más mínimo signo de resistencia o asombro ante mi repentina aparición, me besa y acaricia tan pasionalmente que la escena se escapa de mi mente, siendo tan solo capaz de pensar en sus labios contra mi piel.

Ahora su espalda apoyada contra la puerta. Puedo deducir que se encuentra sola en casa; el cristal no desvela ninguna luz; tenemos la noche a nuestra disposición.

Pasado un instante separo mi cara de la suya, y la miro a los ojos: “Quiero que hoy seas mía.”
Continúo besándola el cuello. La camiseta que cubre su torso supone un impedimento durante los próximos dos segundos; se la quito, pudiendo ver ahora sus senos desnudos, excitados, aclamando ser besados. Me derrito entre su piel, ardiendo cada vez que mis labios tocan un centímetro más de su anatomía; la piel erizada. Ella enreda mi pelo, mueve su boca por mi cuello y desea descender. Desabrocha mi camisa y acaricia el escote, ahora activo a su paso.

No puedo dejar transcurrir un segundo sin rozarla los labios, nuestras lenguas se funden, pero deseamos más. Sin separarse de mí, posa las manos en mi cintura, atrayéndome con fuerza, mientras mantiene piel con piel abre la puerta sobre la que se apoyaba, e, ignorando el resplandor del ordenador encendido sobre la mesa del salón, la conduzco, ella de espaldas, hasta que queda tumbada en el sofá.

Yo sigo su boca. Y una vez su cuerpo reposa exaltado, me arrodillo sobre ella, con las piernas a ambos lados de su tronco; puedo sentir su calor.

Termina de desabrocharme la camisa mientras mis manos viajan por su piel semidesnuda. Casi es perceptible el latido de su corazón mientras mi boca recorre sus pechos desnudos. Comienza a emitir la sinfonía más hermosa cuando acaricio sus pezones, y las manos recorren la silueta de su estómago; ahora contraído y eufórico.

La adrenalina desata en su garganta un fiel  gemido cuando alcanzo con mis dedos sus labios rodados y ocultos. Vuelvo a besarla, ahora con más pasión si cabe. No hace amagos por ocultar su placer. Alza el mentón, y la beso lentamente el cuello, para, de nuevo, volver a centrar mi atención en sus senos; los acaricio, beso, y recorro con la lengua. Sus manos desabrochan mi pantalón.

Desciendo, muy lentamente, sintiendo el aroma de su piel, aquel que hace que enloquezca tan
solo con recordarlo, y que sería capaz de reconoces si se encontrase a varios metros de mí.

Su estómago se tensa y relaja al compás de la más sensual melodía jamás escrita. Entorna sus ojos y humedece sus labios al percatarse de cómo comenzaba a despropiarla del pantalón; hasta ahora, impidiéndonos la fusión de éxtasis. Ella lo desea, desea sentir el placer tanto como yo proporcionárselo, como sentirla enloquecer entre mis manos; quería oírla disfrutar fiel.

Antes de fundirme entre sus piernas, retrocedí hasta su boca, y la miré a los ojos una última vez más. Gritaba con la mirada un sentimiento, fielmente correspondido, acompasado entre besos y sudor; sus dos ojos negros brillaban dejando atrás la Luna.

Susurré en su oído, “No nos arrepentiremos más, nunca más”, y mis manos dejaron de acariciar su pubis para enredar los dedos entre la oscuridad y la suavidad de su sonrisa vertical, casi palpitante. La acaricié; ella gemía. La besaba; me perdía en la nocturnidad. Mi lengua, aquella noche protagonista, fue causante de los gemidos y súplicas más reales que podía haberla oído recitar.

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Hubiera deseado que el tiempo hubiese muerto aquella noche, porque la satisfacción de aquel momento no podría ser comparada.

Cuando dejó de gemir, sus labios me buscaron y llamaron, a la par que con las manos me llevó a sucumbir a su boca de nuevo. Ésta vez se incorporó. Sentada, se colocó a mi altura. Arrebató
lujuriosamente la ropa, dejándome sólo el pantalón, y dedicó la plegaria de amor a mi piel desnuda mientras me tumbaba, empujándome con el cuerpo.

Su boca lasciva era suave. Acariciaba cada centímetro de mi piel dulce y furtivamente.

No demoró, y mis pantalones abandonaron su lugar apresuradamente, entre besos y caricias, acompasados por nuestra agitada respiración. Yo deseaba aquella fusión, sería la primera vez que estábamos completamente seguras de que la repercusión de nuestros actos no nos torturaría mañana, pero también, de que era la primera vez que nadie se interpondría.
Estábamos solas, ella y yo.

Con aquella dulzura que la caracterizaba y hacía tan especial, dio rienda suelta a su boca por mi cuerpo. Me hacía temblar, erizarme y suspirar, mientras se movía por mi anatomía, a su antojo, bajo la custodia de la pasión.

Reclamé sus labios una vez, nos hicimos una sola con cada beso dedicado. Con serenidad, acerqué mis labios a su oído, y la recordé que no habría problemas mañana, ni resquicios de lo que pudo ser un error.

Volvimos a besarnos nuevamente. Sus manos descendían hasta la oscuridad. Su lengua recorre mi torso desnudo y sus manos acarician los labios húmedos, palpitantes, aquella noche clandestina.

Las caricias incesantes solo remitieron para ser remplazadas por su lengua en interior. La cual, me regaló las más suaves, intensas, y primitivas caricias de la existencia.

Aquella noche, no pudo ser borrada jamás.

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